Eso que hace Begoña Gómez Urzaiz
Bailes en la cocina, cafés gentrificadores, cadena de montaje periodística, estrategias para ir tirando y libros para leer en la cama.
Guardo sospechas (celos descarados) sobre el grado de actividad de algunas personas. Creo que Julieta Venegas, por ejemplo, tiene contratadas a ocho señoras de Albacete que a principio de mes se reparten sus lecturas mensuales para que la cantante pueda alimentar su prolífica cuenta en Goodreads. Le pasé este cuestionario a Begoña Gómez Urzaiz, otro objetivo de mis sospechas, confiando en corroborar mi intuición sobre el grupito de asistentes de redacción que mantiene escondidas en el sótano trabajando día y noche. Resulta que gracias a los siguientes párrafos sabemos que mi órgano de intuición no está bien calibrado y no tiene sótano ni asistentes: todo lo que hace (que es mucho) sale de sus manitas.
Ese todo incluye escribir en medios como La Vanguardia, colaborar en el programa Vostè primer de Marc Giró y copresentar junto a Noelia Ramírez (a quien espero engañar en un futuro próximo para que se pasee por aquí) uno de mis podcasts de referencia: Amiga Date Cuenta. No sé si la época de las it girls ha pasado pero la época de las it journalists está viva en mi corazón y Begoña forma parte del elenco.
También es autora del libro Las abandonadoras —que les recomendaba aquí pero si no se fían de mí seguro que pueden fiarse de Jia Tolentino o de Tessa Hadley— y que llegará este mes a tierras estadounidenses y canadienses gracias a la traducción de Lizzie Davis. También coordinó el título Neorrancios. Contra los peligros de la nostalgia. Repito: no tiene sótano ni asistentes.
Gracias a las recomendaciones de Amiga date cuenta mi lista de películas, podcasts, series y libros a los que echar un vistazo crece sin control. De vez en cuando alimentan un género por el que compartimos gusto: jóvenes oficinistas, bien pizpiretas bien al borde de la depresión, que corretean por Nueva York en ropas perfectamente descritas para llegar de casa a la oficina y de la oficina a la copa de afterwork o a alguna cita —acabo de terminar El grupo de Mary McCarthy, que algo de eso tiene, aunque también cierta planicie literaria en la presentación de personajes—. Es el caso de Lo mejor de la vida de Rona Jaffe.
Les dejo con ella:
En la primera entrega de esta newsletter, Noe hizo una elegante apología de la curiosidad por las vidas ajenas que suscribo. Puedes decirlo como Terencio –“Soy humano: nada humano me es ajeno”– o puedes remendarlo parafraseando a Amaia Montero. “Ni Terencio, ni hostias. Soy cotilla y punto”. Escritores, periodistas y editores, tres gremios que frecuento y que imagino bien representados por aquí, suelen ser grandes cotillas, y a mí esa gente, y otra mucha que tengo a mano, me alegra la vida con su tráfico de datos bien presentados. Te pasan un coti con su titular y su estrategia narrativa, desplegada solo para tus ojos. A todos ellos, y a Noe por invitarme a pasar por aquí, gracias.
Describe una de tus mañanas.
Mi alarma del móvil suele sonar a las 07.30, o antes. A veces me sobresalta y a veces me pilla ya despierta mirando el móvil. Pongo la radio, en un transistor Sony que está bastante hecho polvo, y me lo llevo al baño. Mi objetivo suele ser arañar media hora para una ducha y el primer café, antes de que se despierten mis hijos, pero no siempre lo consigo. Desayuno de pie en la cocina, un kiwi, un café con leche (y con hielo, si hace calor) y una tostada, y lo más normal es que antes de las 08.00 ya me haya comunicado por Whatsapp con varias personas. Con mi madre, que me da los buenos días con una canción todas las mañanas, y con mis amigos más conectados, porque si alguien ha escrito un post relevante, o una chorrada monumental, o publicado un artículo terrible o buenísimo mientras dormíamos, nos arde comentarlo.
Para que las 300 microtareas que performo por las mañanas funcionen y estén alineadas, sé que debo tener a los niños despiertos para cuando Àngels Barceló dice que son las ocho, las siete en Canarias. Y ahí ya empiezo un despliegue de actividad que incluye hacer colacaos, pelar fruta, planear y ejecutar entre dos y seis tuppers de snacks infantiles, rellenar las botellas de agua del colegio, empaquetar mochilas, sacar el (puto) trombón, buscar las (putas) chanclas de piscina, preparar la ropa, perseguir niños para que se pongan la ropa, perseguir niños para que se quiten la ropa que se han puesto del revés y se la pongan del derecho. Recordarles que, efectivamente, hay que lavarse los dientes hoy, igual que ayer nos lavamos los dientes, igual que mañana nos lavaremos los dientes.
En medio de todo eso, digo muchas veces “venga”, grito a veces, y también pincho hits estacionales que los tres bailamos en la cocina. En la primavera de 2023 le dimos durísimo a Nochentera. Ahora vamos fuerte con Chappell Roan. Da igual lo tarde que sea, siempre vamos a parar lo que estemos haciendo para completar la córeo de HOT TO GO!
Es difícil encontrar el tono para escribir sobre tus propios hijos. Me gustó cómo lo hizo Margarita García Robayo en El afuera: “A mí mis hijos me caen bien. Los encuentro graciosos, inteligentes, guapísimos (…) Sé, porque tampoco soy tan despistada, que el hecho de que me gusten mis hijos revela un rasgo de petulancia que no me interesa refutar. La maternidad rara vez se diferencia de la egolatría”.
A mí también me caen extremadamente bien mis hijos. Uno es reflexivo, generoso, de una bondad tan pura que casi asusta y dado a deambular, con el cuerpo y con la cabeza (“no deambules”, me oigo, cuando debería decirle: “deambula, hijo, deambula”). El otro es chispeante, zalamero y flamboyant, feliz de congregar atención hacia su persona. Lo que no es ninguno de los dos es rápido, ni eficaz, ni autónomo, así que salir de casa a las 08.45 y llegar a la puerta del colegio –vamos andando, y hablando como si no hubiéramos hablado en años– antes de las nueve nos cuesta la vida misma.
Completada esa proeza, juzgo que merezco otro café, sobrepreciado y gentrificante, de camino a casa, que a veces me tomo sola y a veces con mi amiga A., o mi amiga S., o mi amigo R., que también dejan a niños en el cole y lucen a las 9.05 la cara de quien ya ha hecho mucho y podría volver a acostarse.
¿Cómo se desarrolla un día normal en tu vida?
Soy periodista autoempleada y eso no quiere decir que todos los días de mi vida sean distintos ni mucho menos, pero sí que manejo distintas tipologías de días laborables. Están los días que voy a la radio (y entonces me haré un looket para Marc), los días que grabo podcast (y entonces me haré un looket para Noelia), los días que voy a entrevistar a alguien (ojalá en su casa, las mejores entrevistas), y los días que me quedo en casa en mallas.
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Hay una especie de cadena de montaje que se pone en pie cuando se te ocurre un artículo –vendérselo a tu jefe, recopilar la info, buscar las declas, redactarlo, apretar Enviar– y, sin duda, las mejores partes son las dos últimas. Cuando por fin te sientas a escribir, y, sobre todo, cuando lo acabas. Entregar cualquier cosa a tiempo, y experimentar esa autosatisfacción un poco repelente que da la diligencia, es mejor aún que publicar.
Mi escritorio está en la misma habitación en la que duermo. Cuando lo instalé, pegado a una pared con un papel pintado que me encanta, tenía grandes aspiraciones sobre él. Estaría siempre recogido, sería un espacio limpio de polvo y paja, un lugar para la concentración. Por supuesto, no ha sido así. Aunque es muy pequeño –el modelo Lillåsen, de IKEA– he conseguido que sostenga el ordenador, unos 20 libros rotantes en tres pilas precarias, unas gafas rotas, dos bálsamos labiales, una lima de uñas, varias libretas, un palillo chino de comer (¿en serio?), horquillas, kleenex, una taza de té sucia, dos informes médicos que debería guardar en un lugar mejor, dibujos de los niños, notas de prensa. Detritus. Maleza.
Si fuera sospechosa de un crimen y la policía se llevara mi ordenador, sufriría. No porque tenga allí contenidos ilegales sino porque ese Mac de segunda mano refleja mi desgobierno. ¿Cómo puede una persona que lleva más de una década siendo autónoma no tener siquiera una carpeta llamada Facturas?, le preguntaría una comisaria baqueteada por la vida, como las de las series, a su compañero más joven. No lo sé, agente, no lo sé.
A mi edad, nada de esto es gracioso ni quirky. Carecer de ciertas habilidades, como la del orden, no te convierte en un desastrito encantador, sino en una persona con carencias. Dicho esto, y como todos los caóticos, he desarrollado estrategias para ir tirando, que espero que me acompañen de por vida.
Cuido mucho mi pausa para comer, que es un momento bastante favorito del día. A veces como con mi pareja, que pasa por casa a horas imprevistas, pero casi siempre sola. Hace unos meses leí en The Atlantic un artículo que me irritó bastante (irritarme leyendo artículos es algo que hago bastantes veces al día y diría que me sienta bien en un plano neuronal), uno de esas cosas escritas por estadounidenses que fetichizan a las buenas gentes del Más Allá, que venía a decir que los españoles son felices y viven más porque nunca comen solos. Además de parecerme una patraña tokenizante, me hizo pensar en las muchas veces que tuve que comer innecesariamente acompañada cuando aún trabajaba en redacciones ¿Hay algo mejor que comer exactamente lo que te apetece, según las posibilidades de tu nevera ese día, en un plato bonito delante de la tele y con el móvil en la mano? No lo creo.
Mis tardes suelen mezclar trabajo, cuidados, obligaciones y placer en distintas proporciones y con fronteras porosas. Recoger niños. Entrevistar por Zoom. Hacer la compra. Contestar mails. Recoger un Vinted. Ir a Pilates. Duchar niños. Ese tipo de salteado.
Lo más habitual es que sobre las 19.30 ya esté pensando en la cena, cortando verduras y escuchando un podcast de gente lista y graciosa que me haga compañía –Las Culturistas, Keep It, Celebrity Book Club–. Cenamos en gruppetto, puede que juguemos un par de partidas al Uno o al Pelusas, y la aspiración es tener a la población infantil en la cama sobre las 21.30 para que queden unas horas de entretenimiento para adultos. Es decir, ver más o menos lo que todo el mundo está viendo esa semana en plataformas.
Siempre leo en la cama antes de dormir, incluso si he salido y me acuesto tarde y un poco borracha, pero no todos los libros que tengo en danza, que tampoco son tantos (sigo siendo una lectora relativamente disciplinada, aunque no tanto como lo fui de adolescente), me parecen aptos para llevármelos a la cama. Los ensayos áridos y las lecturas muy estrictamente laborales no son para leer en horizontal. Lo ideal sería una novela o una cosa autoficcionada bien jugosa y con textura.
Siempre he dormido mal, y envidio a las personas que pueden dormir en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Ni siquiera soy de insomnio productivo, de levantarme para escribir y esas cosas, sino de insomnio más bien instigador y desasosegante. Eso sí, si consigo dormir bien unas horas, lo valoro como el regalo de los dioses que sé que es.
Si ahora mismo echas un vistazo a la galería de fotos de tu móvil, ¿qué tipo de fotos se repiten más?
Mis carpetas de fotos –¡sorpesa!– no tienen ningún tipo de orden, higiene ni concierto. Contienen un número inabarcable de imágenes y vídeos de mis hijos y hay también muchísimas capturas de tweets, titulares, párrafos y hallazgos callejeros random que alimentan mis chats y que luego olvido borrar. Tengo también una relación malsanísima con la función Para Ti del iPhone, de la que ya hablé en un libro. Caigo una y otra vez en sus trampas para inducir la nostalgia, diseñadas por las mentes más perversas de Cupertino, California.
Cuando después del vídeo de Chappelle Roan el scroll no me ha devuelto más he gritado ¿ya?!
Quiero mucho a esta persona