La fuerza acomodaticia de la repetición
Romper seis galletas de tres clases diferentes, usar pijama para salir de la cama, escribir en la cafetería de un hotel, ganarse la vida disfrutando y eso que hace Juan Tallón
«Muchísima gente está haciendo lo mismo en este momento, y en el siguiente y en el que viene después, y así continuamente. Si estás pensando a llamar a un amigo en los próximos minutos, por ejemplo, es probable que tu amigo esté a punto de llamarte a ti porque se le ha ocurrido a la vez la misma idea. Al final, las miles y miles de cosas que pueden hacerse a lo largo de un día no son tantas. Son las miles y miles de siempre en las que todas las personas se vuelcan simultáneamente. Pensé en ello el jueves, en Salamanca. Estaba con Esther García Llovet, a las puertas de un hotel, sin saber hacia dónde tirar, como dos personajes de una novela de García Llovet. «¿Por ahí?», propuse con una pregunta, sin saber adónde llegaríamos «por ahí».
Nos echamos a caminar y a los pocos pasos, todavía dentro de su novela, descubrí en la acera un post-it amarillo, pisoteado, con algunas anotaciones a bolígrafo. No soy de los que no se agachan a recoger algo que no es suyo. Si está en el suelo siento, en realidad, que me pertenece. Esta lección había tratado de dársela a mi hija hacía un año, cuando camino de una papelería se detuvo en seco, como si se hubiese acabado la superficie de la Tierra. Me miró y señaló a una baldosa con un dedo. «Una moneda», comentó. «¿La cojo?», añadió. Advertí su dilema moral. La pobre se balanceaba en la duda de si la moneda pertenecía aún al que la perdió, y que nunca la recuperaría, o era del que se la encontraba. «Pues claro», le dije.
Me agaché y recogí el post-it. «Papel higiénico. Coca cola. Leche. Café. Pechuga. Jamón. Ensalada. Pan bimbo», decía. Era una universal, sencilla y modesta lista de la compra. Pero sobre todo era la constatación de cómo se parecen todas las listas de la compra de entresemana. Podía guardarla en el bolsillo y al día siguiente pasarme con ella por el súper, añadiendo unos yogures. Tuve la impresión de que, en general, casi todos cenamos lo mismo un día y otro, rindiéndonos a la fuerza acomodaticia de la repetición».
Exactamente lo mismo, por Juan Tallón
Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) es licenciado en Filosofía pero sintió muy pronto la vocación de la escritura. Acabados sus estudios universitarios, y después de algunos trabajos precarios, consiguió escribir A autopsia da novela, que se convertiría en su primer libro de ficción, publicado en gallego en 2007. Suele decir que las cuatro novelas anteriores, que jamás vieron la luz, le sirvieron de entrenamiento para publicar la primera, con la que obtuvo el premio Pastor Díaz. Su trayectoria profesional se orientó enseguida hacia el periodismo. Ha sido colaborador habitual de medios como la SER, El País, El Progreso o Jot Down. Entre sus obras se encuentran Libros peligrosos y Mientras haya bares, El váter de Onetti, Fin de poema, Salvaje oeste, Rewind, Obra maestra y El mejor del mundo. Actualmente escribe en El Periódico y colabora en A vivir que son dos días.
Eso que hace Juan Tallón
¿A qué hora suena el despertador (si es que suena)?
No suena. No hace falta. Mi cabeza está programada para despertarse a las seis, a veces unos minutos antes, a veces unos después. Eso significa que habré dormido poco más de cinco horas. Suficiente. Hace cuatro años perdí el sueño durante un viaje a Guadalajara (México), y desde entonces tomo Deprax (trazadona) para conciliarlo. Eso implica que mis tiempos para dormir están muy medidos. Si vivo en período de novela, lo primero que pienso al despertarme es en ella. Me aclaro sobre lo que voy a escribir ese día y entonces me levanto. Me levanto con alegría, me pongo el pijama, porque yo el pijama lo uso para salir de la cama, no para entrar, y me encierro en la cocina. Desayuno siempre lo mismo: un kiwi, que normalmente está duro, o pasadísimo, y rara vez sabe a kiwi (aunque últimamente he conocido una tienda de ultramarinos que vende un género bastante decente), y un tazón enorme de leche y café, casi medio litro, sobre el que rompo seis galletas de tres clases diferentes: cuatro de Creme Tropical, una de Marbú Dorada y otra de Digestive Fontaneda. ¿Por qué hago yo esto? La explicación es un poco ridícula: las Creme Tropical flotan, mientras que la Digestive se va al fondo, lo que me garantiza que en todos los sorbos, del primer al último, me entra galleta en la boca. Es importantísimo esto. Si solo sorbo café me invade una extraña sensación de fracaso. La Marbú simplemente me recuerda a la infancia. Con esto me quito el hambre durante dos horas. Un poco antes de las nueve me preparo un bol de yogur natural, avena y cereales. Y a seguir escribiendo.
¿Cómo se desarrolla un día normal en tu vida?
Desde las seis hasta las nueve leo El País (media hora) y escribo. En esa franja horaria lo hago siempre en la cocina, con los pies en alto, encima de una silla, como un maleducado. Esas son las mejores horas del día, cuando aun no has dicho “Buenos días”. Las jornadas se complican precisamente una vez las circunstancias te obligan a abrir la boca. Cuando se levanta mi hija paro de hacer lo que esté haciendo, y me pongo con ella. A las diez menos diez la dejo el colegio. Me llevo el ordenador, porque al regreso me detengo a escribir en un café. Después de unas semanas de desconcierto, o de orfandad, porque cerró el que había justo debajo de casa, he encontrado refugio en la cafetería de un hotel de dos estrellas que hay muy cerca. Ahí escribo durante una hora. El ruido no me molesta en absoluto. De vuelta al piso me instalo en el estudio. Es un lugar con mucha luz, bastante amplio, lleno de libros, en cuyo centro hay una mesa de nogal que pesa trescientos kilos, que mi padre diseñó para mí hace veinte años. No me mudo más por su peso, y porque desmontarla requiere herramientas que he de pedir prestadas, y la ayuda de cuatro amigos que la muevan, y mis amigos ya no quieren hacer sobreesfuerzos. Trabajo hasta mediodía cambiando de postura cada veinte minutos: empiezo sobre la mesa, muy civilizadamente, y voy pasando a una butaca, a un sofá (tumbado y sentado), otra vez en la mesa, pero con los pies encima y el ordenador sobre las piernas, etc. Un par de días a la semana, con gran dolor de corazón, tengo que apartar la novela para escribir columnas. Hace años que no tengo que hacer nada para ganarme la vida con lo que no disfrute. Y casi nunca nadie me dice qué tengo que hacer.
Cómo, cuándo y dónde cenas.
Qué tema las cenas. Hace un año vi una viñeta de Ellis Rosen para The New Yorker en la que aparecían dos indecisos concursantes en un programa de televisión, que debían responder a la cuestión «¿Qué quieres para cenar?». El conductor del concurso los sacaba al fin de dudas: «Una vez más, la respuesta correcta es ‘No lo sé’». Ciertísimo. Averiguar qué cenas, y cómo vas a preparar lo que sea en no más de veinte minutos, porque en caso contrario es mejor no cenar, constituye el reto que me manda la vida a diario para recordarme que no se puede existir a expensas de algún que otro sinsabor. Pero para responder a tu pregunta, digamos que ceno lo que hay, lo que se puede, y que se parece bastante a lo que cené ayer y antes de ayer. Intentamos que la niña cene mejor y más variado que sus padres, no obstante. Resulta muy difícil hacerlo antes de las nueve, por las extraescolares, los deberes, y la dificultad de Helena (9 años) para sentir un mínimo respeto por la frase “Es tarde”. La cena siempre se sirve en la cocina, donde no hay televisión ni radio.
¿Qué haces antes de dormir?
Irse a la cama es dificilísimo. Tienes que ejecutar un millón de pequeñas acciones antes de lograr meterte en cama. Me parece un milagro conseguirlo, más milagro incluso que averiguar qué cenas y cenar. Pero una vez consigo que mi hija se acueste (otra odisea que no le deseo a nadie) acostumbro ver el capítulo de una serie y después leer. A la respuesta de este cuestionario, he visto Adolescencia y he abandonado en el tercer capítulo La residencia. Y en cuanto a lecturas he acabado Ofensiva de primavera (Periférica), de Herbert Clyde Lewis, y empezado Algo temporal (Alpha Decay), de Hilary Leichter.
¿A qué hora cierras los ojos?
Me acuesto sobre las doce y media. Me tomo mi dosis de Deprax y programo la radio (unas personas hablando de algo que no me interese en absoluto) para que se apague a los quince minutos. Pero cuando transcurre uno y medio, siempre estoy durmiendo.
Qué elementos de tu casa hacen que te sientas como en casa.
La mesa de mi padre, los libros, la perra, el interior de la nevera (a menudo desolador), la pregunta “Qué hago hoy”, las enredaderas de la terraza, el cartero llamando al interfono, el microondas, la impresora, cajón de los medicamentos, los kiwis, el vestidor (que no se va a creer, pero que hice yo mismo), el desorden que siembra mi hija a su paso, el que siembro yo, la bolsa de pan duro que acumulo para las gallinas de mis padres, unas bragas o unos calzoncillos en el suelo que nadie se agacha a recoger hasta que constata que nadie las va a recoger por él o por ella, una mecedora roja en la que nunca me siento porque después es complicadísimo levantarse, cuando se abre la puerta y Marta llega de trabajar, los diarios de Patricia Highsmith en el baño, un mail colgado en la pared que me envió mi editora hace un mes, tras la lectura de un manuscrito, una viñeta de Flavita Banana sobre una broma que mantenemos a costa de un plato típico de Mallorca, a simple vista bastante atroz, que nos proponemos probar algún día (cochinillo relleno de mero), una foto con César Aira, un paragüero con ocho paraguas, el surtido de gafas de sol, el secador de pelo, el gimnasio a treinta pasos, la tienda de Anuska donde los repartidores me dejan los paquetes cuando no hay nadie en casa, la cafetería del Hotel Altiana, la máquina de recortar la barba, las esculturas de mi padre, fregar a mano de vez en cuando, en fin, tengo que parar.
Si ahora mismo echas un vistazo a la galería de fotos de tu móvil, ¿qué tipo de fotos se repiten más?
Capturas de pantalla, fotos de mi hija, fotos con amigos y fotos mías disfrazado.
¿Tienes búsquedas recurrentes en Google? Si son confesables, ¿cuáles son?
La búsqueda más recurrente es la de mi nombre y la de una receta de la fideuá, que nunca, jamás, he conseguido aprenderme de memoria.
Si pudieras elegir, ¿qué eliminarías de tu rutina? ¿Qué añadirías?
Me gustaría dejar de desayunar galletas, pero la vida tendría menos sentido, y ya tiene poco de por sí. Creo que también me interesaría dejar de ver series, y quedarme con una sola plataforma en lugar de las seis que pago. Agradecería muchísimo reducir el tiempo que tengo el móvil entre las manos. Sin él, a estas alturas sería autor de cuatro o cinco novelas más, y leería veinte o treinta libros más al año. Me gustaría retomar la práctica del baloncesto. Me gustaría que me gustase tomar el té. Me gustaría quedar con conocidos a los que hace dos o más años que no veo. Me gustaría que se me despertase un cierto, un mínimo, un minimísimo interés en los talleres literarios. Ya puestos me gustaría sacarle más provecho al taladro.
Sería curioso ver hasta donde llegaría si no hubiese parado
No me hubiese importado nada que hubiera seguido